miércoles, 2 de abril de 2008

Dolor de muelas

Una muela del juicio comenzó a rebelarse en plena Semana Santa. El dentista de guardia determinó que no había más remedio que arrancarla, y para infundirme ánimos comencé a leer Neguijón, de Fernando Iwasaki, novela que narra las andanzas de un sacamuelas en el Barroco. En aquella época de descubrimientos y supersticiones, se creía que un gusano, llamado neguijón, habitaba en los dientes, y en su afán taladrador acababa por devorar el cuerpo entero del doliente. Me regocijé por haber nacido en el siglo de la novocaína: el matasanos del relato, Gregorio de Utrilla, se acercaba al enfermo tenaza en mano y por toda anestesia le susurraba al oído que Nuestro Señor Jesucristo había padecido más en la cruz.
Para aligerar la espera hasta el día de la extracción y tener algo coherente que contarles hoy --el dolor de muelas suele ser totalitario y fulmina cualquier otro atisbo de pensamiento--, me entretuve en buscar referencias literarias en torno al asunto.
Me asombró el número de escritores y filósofos que han consignado tormentos dentales en sus obras, sobre todo en las de género autobiográfico. Incluso en el Quijote, cuando la doncella Altisidora maldice al ingenioso hidalgo, le espeta: "Que le queden los raigones (raíces) si le sacasen las muelas".
Llegado el día D, cuando me senté en el potro de tortura resignada a sacrificar mi cordal, me acordé de una frase del norteamericano John Cheever, gran alquimista del cuento: "Un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela". Fui incapaz de contarme nada porque, ay, los avíos que iba sacando el cirujano eran casi idénticos a los que empleaba el mentado Utrilla: botador de palanca, fórceps, atacador, legra.
Quien me brindó consuelo después, más que el Nolotil, fue el marido de Virginia Woolf, el paciente Leonard. El caballero sostenía que el trabajo era el más eficaz analgésico contra el dolor --después de la muerte, el sueño o el cloroformo--, ya se tratase de dolor de muelas, de cabeza, del dedo gordo o de un corazón lastimado. Una gran verdad. Al final los pobres siempre acabamos curándonos de todo en el mismo sitio: en el tajo.

2/4/2008 Edición Impresa IDEAS // OLGA MERINO

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