El miedo a la intemperie La agorafobia es un temor por lo general inconfesable, sus víctimas disimulan para no quedar en ridículo y sufren en silencio un malestar que poco a poco limita sus actividades TEXTO:/JOSÉ MARÍA ROMERA / ILUSTRACIÓN: MARTÍN OLMOS LA inmensidad de los espacios abiertos puede provocar paz al espíritu pero también una especie de angustia o de desazón. El sentimiento de libertad que nos embarga al salir a la calle se torna, para algunas personas, en un miedo insuperable a lo desconocido e imprevisible. Los lugares concurridos, que a muchos atraen por lo que tienen de acogedores, a otros les ocasionan algo más que malestar. Cada ser humano es diferente, y nada tiene de extraño que nuestras reacciones frente al medio sean también distintas. No se puede considerar un trastorno patológico el hecho de sentirse inquietos en ciertos lugares, pero a veces esa incomodidad se convierte en un rechazo insuperable del que también participa nuestro organismo en forma de palpitaciones, sudores fríos, sequedad de boca o mareos. En tal caso, es posible que padezcamos de agorafobia.
Se trata, en definitiva, de un estado de ansiedad ocasionado por la exposición a espacios donde estamos inseguros. La denominada agorafobia (del griego 'ágora', nombre con que se conocía al mercado o plaza pública) está mucho más extendida de lo que se cree. Se calcula que entre un 3 y un 4% de la población sufre crisis de pánico, si bien en diferentes grados de intensidad y de forma más crónica o más pasajera. Cuando las crisis atacan en lugares de salida dificultosa (transportes públicos, grandes almacenes, túneles de carretera), suele ocurrir que la persona coge miedo a estas situaciones y a partir de entonces trata de evitarlas a toda costa. No teme sólo a la conmoción derivada de la crisis, sino a la circunstancia en que ésta acontezca.
Suelen ser pasajeras
Ha de tenerse en cuenta que, aunque las crisis de pánico suelen ser pasajeras, para quien las padece conllevan una dramática sensación de descontrol e incluso de muerte inminente. Es preciso que se sientan amparados por la seguridad de poder salir con rapidez del lugar, bien sea para recobrar la calma, bien sea para recibir ayuda o atención médica urgente.
En rigor, por tanto, la agorafobia no se limita al miedo a los espacios abiertos, sino a todos aquellos lugares donde uno se siente alejado, atrapado u obstaculizado. Pero es un miedo por lo general inconfesable. Sus víctimas lo disimulan por no quedar en ridículo o ser consideradas personas frágiles. Sufren en silencio un malestar que poco a poco limita sus actividades, puesto que van renunciando a estar en lugares y circunstancias donde pudiera darse la crisis. Son las denominadas 'conductas de evitación'. Los que padecen agorafobia eliminan de su campo de acción todo cuanto presuponga inseguridad, desde los supermercados hasta las reuniones con amigos; van limitando su actividades, coartados por la sobrevaloración del riesgo y por los pensamientos negativos anticipatorios. Y finalmente pueden acabar recluyéndose en la casa, como único reducto protector.
La timidez acentuada, la baja autoestima y el exceso de perfeccionismo suelen contribuir a acelerar los procesos de agorafobia, que no obstante están directamente relacionados con desarreglos en los neurotransmisores cerebrales y en particular con la serotonina. Adiestrarse en conductas de superación de las crisis y de enfrentamiento dosificado con espacios y situaciones agorafóbicas es una buena medida para no caer en el círculo vicioso que conduce a la derrota. Por eso, sin perjuicio de los fármacos que ayuden a equilibrar la producción de serotonina, es primordial adiestrarse en el autocontrol emocional de las reacciones.
Esfuerzo titánico
La batalla contra la agorafobia exige a menudo un esfuerzo titánico que el dañado libra en soledad, debido a la incomprensión de los otros, aun de los más cercanos: no entienden cómo se puede llegar a hacer una montaña de un grano de arena y creen que el agorafóbico sobredimensiona sus 'manías'. Sin embargo, una de las claves para la resolución del problema es la ayuda ajena. Sentirse comprendido -que no compadecido- y apoyado proporciona seguridad.
Esta ayuda no debe ser nunca sustitutoria. Es decir, no conviene ofrecerse a reemplazar al agorafóbico en tareas que le compete hacer a él, pues eso sólo sirve para incrementar su dependencia y acentuar las conductas de evitación. Acompañarle a lugares donde se siente inseguro, proponerle actividades (viajes, pequeñas salidas) que sirvan para marcarse metas asequibles de forma gradual, valorar los avances conseguidos por pequeños que éstos sean, son algunas pautas de ayuda útil. No hay que menospreciar los logros ni tampoco darles excesiva importancia. No hay que 'animar' tan fervientemente que nos convirtamos en un nuevo factor de presión. Se trata, sencillamente, de hacerle sentir que estamos ahí para cuanto nos necesite, comprendiéndole y apoyándole, pero no sustituyéndole. |
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